7.4.08

NO ASESINEN LA FLOR

Las manos vacías de los niños alertaron al pueblo. Horas atrás habían salido a buscar flores para adornar la iglesia, y regresaron con la sorprendente noticia: “las flores desaparecieron”.
El cura convocó a las beatas y rezaron hasta el anochecer. El chamán tomó aquello como un mal augurio y se fue al río a buscar señales en las orillas. El farmacéutico vendió toda la existencia de valeriana y flores de tilo, en la policía cantaron el himno dos veces. El Pueblo todo se conmocionó.
Los días siguientes fueron de alarma. El sol comenzó a calentar mucho, primero las hierbas se secaron, luego desaparecieron los pájaros y los insectos, el suelo se agrietó, se desataron incendios, el agua escaseó, anochecía más temprano y amanecía más tarde, la penumbra tenía el silencio de los campos santos.
Al cuarto día y la tercera noche decidieron mandar una comisión a la capital con la novedad, tres voluntarios salieron en los dos caballos que aún vivían y tenían fuerzas. Cinco jornadas les tomó llegar a la capital, en el peaje dejaron los caballos, la ciudad ahíta de carros no los aceptaba.
Fueron a la gobernación, bello edificio rodeado de plazas con hermosos jardines llenos de tulipanes, gardenias y rosas de todos colores. Todo fulgurante.
Hablaron con el portero, y este, oriundo de aquel Pueblo de montaña en emergencia, les consiguió audiencia con el gobernador.
Señor gobernador, dijeron: “en el Pueblo a ocurrido una desgracia, se acabaron las flores y el sol empezó a calentar de más, después desaparecieron las abejas…” y así deshilaron toda la historia sorprendente en la oficina del gobernador.
Que en honor de la verdad no se angustió, pensó, este es un susto de campesinos ignorantes y supersticiosos. Y siguió planificando la inauguración de un estacionamiento.
La comisión, cumplido el encargo del Pueblo, se dispuso a regresar. Cinco jornadas les tomó el retorno, y cuando llegaron a la meseta que albergaba al Pueblo de Camajuaní, que ese era el nombre de aquella aldea alarmada… No encontraron nada, todo había desaparecido, se había convertido aquella frondosa montaña en un desierto de arenas abrasadas. Volvieron aterrorizados a la capital, llegaron en dos jornadas, los caballos fallecieron en el esfuerzo.
Al llegar a la gobernación se aterrorizaron, los jardines que la rodeaban no tenían flores, estaban agotados.
El portero les explicó que así habían amanecido, sólo quedaba una rosa roja resplandeciente en uno de los jardines interiores.
Despavoridos entraron a la oficina del gobernador dando gritos de ¡no asesinen la flor!, ¡no asesinen la flor!
El gobernador, iracundo, los hizo salir. Ni la vista levantó del escritorio donde planificaban nuevas avenidas.
Atribuyó la alarma de los campesinos a la consabida ignorancia de los aldeanos. Y siguió absorto en los planos.

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