El nombre puede ser: “La Historia Inconclusa” o quizá: “La Vida Triste de un Hombre Alegre”… No importa el nombre. El director y productor sería Hernán Rosales, la locación de filmación es muy importante, tiene que ser en Caracas. Veamos.
La historia comienza en una casita en el corazón del Ávila, fue construida por un hombre que decidió ser ermitaño, dedicado a contemplar la ciudad desde esa altura, a meditar, a tratar de salvarse y salvar de la hecatombe que el siglo anunciaba.
Es un pesimista redomado, temeroso del fascismo que puede volver. Mientras existan humanos el peligro es vigente.
Presenciemos un día de nuestro pesimista.
Se levanta muy temprano y se sienta a la sombra de un árbol de mango, desde allí contempla el amanecer y percibe a la ciudad tranquila, habla consigo mismo. Él es dos personajes de la película: él y él.
No hay tráfico, eso le dice él a él. Pero tampoco hay gente, le señala él a él. Todos se fueron de vacaciones, eso piensa él, pero no lo dice.
Tengo hambre, dice él en voz alta para que lo oiga él. Comeré de los mangos que quedaron de anoche, responde él.
Después de comer la fruta que alimenta a los dioses, vuelve al árbol, y cantan la internacional. Y él le dice a él: si esos inconcientes de allá abajo supieran que en la unión está el futuro, si alguien con prestigio les dijera que persiguiendo fantasmas perderán la oportunidad, si a ese alguien hicieran caso, el mundo sería mejor, más amoroso, y yo no tendría necesidad de estar en esta ermita, desnudo, comiendo mango y cucarachas.
Él tiene sueño, pero él tiene remordimientos de no haber dicho lo que tenía que decir cuando hablar era permitido, dejar pasar la oportunidad le muerde el alma.
Él tiene ganas de volver a la ciudad, hablar con la gente, quizá esta vez entiendan. Pero él le dice siempre que es trabajo perdido, que nadie comprende, además ellos no tienen prestigio, podrían terminar presos.
Él piensa que no puede bajar desnudo, la gente se horrorizaría, no escucharían el mensaje, a pesar de ser sencillo: “Unidad, idea, líder, amor.” Pasó mucho tiempo perfeccionando ese mensaje. Debía bajar y esta vez no fallaría, no sería un discurso largo lleno de citas de famosos intelectuales e incoherencias. Sólo se pararía en la plaza y gritaría fuerte esas cuatros palabras, luego correría de nuevo al cerro. Esa operación la repetiría cien veces de ser necesario para despertar a la gente.
Aprovecharía para vender algunos mangos y compraría un periódico para saber qué pasa en el mundo. Está decidido, mañana voy, así él no quiera.
El día siguiente bajó…
Ahora vemos al pesimista entrando a un paisaje desértico, poblado por escombros, se dirige al hueco que fue la plaza, se sienta en las orillas y gime diciendo: ¡No supimos evitar el desastre! ¡Eran tantas las posibilidades de vivir!...
Después regresó a su tumba.
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