Las revoluciones, siempre, se resumen en una persona, en un individuo. Muchas veces esa potencialidad revolucionaria, por variadas razones, es abortada, entonces, la historia no registra el hecho en toda su magnitud, a lo sumo habla de una esperanza difusa sólo recordada con pasión por quienes estuvieron cerca de la trayectoria que amenazaba con partir las aguas. Tal es el caso de Fabricio, del catire Rincón. Así nacen los mártires.
Otras veces, pocas, la Revolución cuaja en la personalidad, en el líder, y el proceso toma cuerpo, se expande, se mueve, comienza a producir su propia dinámica, crea su fisiología particular, siempre manteniendo como centro al líder, que es, como diría Martí, el decoro de un pueblo condensado en un hombre, o el decoro de un hombre condensado en un pueblo.
En esas circunstancias el paisaje humano cambia, surgen fuegos, se extinguen esclavitudes, se conmueven continentes, la humanidad convulsionada salta a los abismos y vuela, los remonta. Ese torbellino es la Revolución.
Uno de esos hombres fue Simón Bolívar, él que ha podido ser un feliz alcalde de San Mateo, fue poseído, tocado por la historia, y resume la independencia.
Otro de estos hombres fue Lenin, frenético de justicia, derrumbó zares y sembró esperanza, recordó a la humanidad la fuerza constructora de las masas.
Otro es Fidel, el rompedor de dogmas.
Si es difícil, escaso el líder que resume a una Revolución, más difícil aún es la permanencia de la obra revolucionaria inicial: contra ella se confabula la condición humana tallada en el pasado, que habita a enemigos y a revolucionarios.
Las revoluciones cometen muchísimos errores, pero hay uno que la historia no perdona: atentar contra su líder. Cuando esto sucede la Revolución queda sin centro, pierde su fuerza, su capacidad de rectificación y de encontrar el rumbo: se convierte en una hoja que cae de un árbol girando sobre sí misma, bamboleándose sin control, inexorable en su desplome. Muere el sueño.
En San Pedro Alejandrino, cuando asesinaron a Bolívar murió la Independencia y murió la Gran Colombia. El sueño del Monte Sacro quedó por hacer.
En San Pedro Alejandrino, cuando asesinaron a Bolívar murió la Independencia y murió la Gran Colombia. El sueño del Monte Sacro quedó por hacer.
Con Lenin murió también la Unión Soviética, Gorbachov y Yeltsin, son hijos directos de aquella desaparición.
Cuando desaparece Allende, solo quedó la oscuridad.
A medida que avanza la Revolución Bolivariana, se definen los campos, se perfila con fuerza la resolución de ir al Socialismo, entonces, las tentaciones para el disparate, para el error, son muchas: se despiertan iniciativas, apetencias, vocaciones para el desaguisado, inventos, atajos que solo conducen a la restauración capitalista.
Hay un error imperdonable que está Revolución no puede cometer ni puede tolerar: es el error de lesionar al líder, en nombre de la Revolución, de unas consignas bonitas, “productivas”, sentar tienda aparte, caminar aislados.
Son tiempos de jugar cuadro cerrado con Chávez, defender la Revolución, la esperanza. Ninguna cabriola teórica o política, por bonita que suene, podrá lesionar al centro de esta Revolución. Los derrotaremos!.
¡Chávez es Socialismo!
¡San Pedro Alejandrino no se repetirá!
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