Cuando la arrogancia alcanza a la política las consecuencias son nefastas, el fascismo y el nazismo son emanación directa de esta peste. Ahora bien, la Revolución, por definición, no es arrogante, cuando los subalternos caen en esta enfermedad comienza el camino de la derrota.
El revolucionario es humilde, no subestima a su enemigo, no imagina nunca que esté solo en el escenario, considera en cada planificación de sus movimientos la presencia, la acción, del poderoso enemigo.
El reformista, capitalista al fin, se permite la arrogancia y cuando está en las filas de la Revolución hace mucho daño, nada lo encrespa más que la irreverencia, es intolerante, de esa manera intenta implantar la paz de los sepulcros, la imagen aburrida de lo uniforme, así mata la discusión, la inteligencia, la creación.
Los arrogantes hacen mucho daño a la Revolución, nunca piensan, la reflexión es hija de la humildad, la soberbia es de cretinos.
El arrogante, por las debilidades que su caparazón evidencia, es lamedor hacia arriba y golpeador hacia abajo, lo único que le importa es quedar bien con los “jefes” e impedir que el Socialismo se consolide, ese sería un golpe definitivo a su engreimiento: la discusión en organismos, la crítica de la masa lo liquidaría, él lo intuye.
Sus planes están condenados a los fuertes embates del enemigo que, ignorado, se aprovecha de las debilidades, de las grietas que dejan sus ineptitudes.
Debemos derrotar la arrogancia reformista y pequeño burguesa que se cree sola en el mundo, planifica ignorando que se enfrenta a la mayor potencia imperial que ha existido, con miles de equipos pensantes, universidades y talentos a su servicio.